viernes, 12 de noviembre de 2010

La undécima hora del undécimo día del undécimo mes

A la distancia, el incansable martilleo de los obuses continuaba inundando las trincheras con su lluvia de metal, como había venido sucediendo los últimos cuatro años, toda una vida ya. Los soldados aguardaban, refugiados en sus oscuras y deprimentes madrigueras, confiando en que el destino no decidiera hacerles participes de una ultima y cruel broma.

Nadie hablaba, nadie parecía querer interrumpir el monologo de plomo que caía sobre sus cabezas. Su atención, cuando no era distraída por alguna explosión demasiado cercana (y en esos momentos todas parecían caer demasiado próximas), estaba centrada en el reloj, colgado en la pared.

Sus manecillas, conocedoras de ser las estrellas de la función, parecían querer dilatar el tiempo, paladeando su momento de gloria. Mas de uno de los observadores jurarian después que le había parecido que en lugar de avanzar retrocedían.

Y sin embargo, por fin, dieron las Once.

Y de repente, todos lo notaron.

El silencio. Sus oídos, acostumbrados al perpetuo repicar de la metralla, aun no daban crédito a esa ola de quietud que avanzaba a lo largo del frente. No es que ya no rugieran los cañones, ni que las ametralladoras hubieran cesado de emitir su mortal y monótona melodía. Es que parecía que el mundo entero hubiera decidido detenerse durante un minuto, conteniendo la respiración, callando en memoria de todos aquellos que jamás volverían a hablar, a respirar, a sonreír…

Y después, volvió. Primero con suavidad, elevándose lentamente, la algarabía formada por centenares, por miles de voces, quebró la pausa. Se terminó, la pesadilla había acabado. Y sobre los ensangrentados campos, se escuchó únicamente un suspiro de alivio, el de los supervivientes. Para más tarde quedaría el recuerdo a los amigos que quedaron en el camino, entre las alambradas y los cráteres. Pero ahora solo prevalecía una sensación, estaban vivos, y nadie mas, nunca mas, estaría esperándoles desde el otro lado de la colina para exterminarlos…

O eso creían.

Posdata: Ayer, once del once de 2010, se cumplieron 92 años del final de la que por entonces se denominó “La gran Guerra”. Quede este texto en homenaje a los caídos en ese absurdo conflicto, y especialmente en honor de George Lawrence Price, el desdichado soldado que tuvo la desgracia de ser la ultima victima de la contienda, dos minutos antes de las once del once de mes once

Y no puedo evitar que me asalten ciertos pensamientos...¿que pasaría por la cabeza del soldado que mató a George, sabiendo que la guerra iba a acabar, que de nada servia su acción? ¿porque, conociendo que ya carecía de sentido, ambos bandos continuaron disparándose entre si a lo largo del frente hasta que se cumplió la hora? supongo que la respuesta es la misma que a la pregunta de por que gente normal y corriente que jamas mataría a una mosca es capaz de, en una guerra, acabar con la vida de otro ser humano. Y reconozco que casi prefiero evitar escuchar la respuesta...

1 comentario:

  1. Podemos mirarlo como una vida tristemente desperdiciada: o bien pensar que si hubiera muerto de otra manera, nadie recordaría su nombre.

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